jueves, 8 de noviembre de 2018

El aborto de los hombres

¿Qué hacer cuando una mujer decide ser madre aunque su pareja no quiera ser padre?

Alguien me cuenta que fue papá aunque no estaba en sus planes serlo, pero que no tuvo opción. La historia es así: el día de la relación sexual, él y su novia sabían que corrían el riesgo de quedar en embarazo, y por eso acordaron que ella se tomaría la píldora del día después. A las semanas la relación terminó, y a los pocos días su ahora exnovia lo llamó a decirle que estaba en embarazo. No cumplió el acuerdo de tomar la píldora del día después. Él le pidió que abortara, ella no aceptó. Nació un bebé de padres ya separados. ¿Debió ella haber abortado al conocer que él no quería tener ese hijo?, ¿debe él asumir esa paternidad?
En Colombia hay vacío legal para responder esas preguntas. De hecho, como me dice el investigador de la Universidad Libre David Murillo, si el hijo de un donante de esperma logra averiguar la identidad del donante, podría reclamarle manutención, pues si bien dos decretos determinaron proteger el anonimato del donante (hombre o mujer), no se ha reglamentado el carácter de “donante no definido”,  que –según legislaciones como la de Bélgica o la de Gran Bretaña– es quien lo hace para ayudar a quienes no pueden concebir, lo cual lo libera de toda responsabilidad paterna.


Este profesor está trabajando con congresistas en aras de construir el proyecto de ley ordenado por la Corte Constitucional en la reciente sentencia que dejó sin cambios el tiempo para abortar. El propósito, como él lo explica, es salvar vidas, en el sentido de que la paternidad y la maternidad solo deben ser producto de decisiones conscientes y deseadas, pues de otra manera no se le garantizan los derechos fundamentales al ser humano que nace.

En el caso de la persona que les cuento –mujer que decide ser madre aunque su pareja no quiera ser padre–, la propuesta plantea que se le dé la denominación de “donante no definido”, lo cual, como ya dije, lo exime de la responsabilidad paterna. Veo venir el rechazo de quienes se oponen a ultranza al aborto, con el argumento de que esto les daría permiso a los hombres irresponsables –que en Colombia son miles– para liberarse de la cuota alimentaria. Por eso creo que es necesario que dicha propuesta incluya que la voluntad del hombre de no ser padre quede debidamente legalizada durante un tiempo por definir dentro del periodo de gestación.

¿Es esta una manera de promover la paternidad y maternidad responsables y, por ende, de garantizar que los niños y niñas crezcan con amor, respeto, educación, etc.? Creo que sí. Intuyo que muchas mujeres, ante la negativa de sus parejas, pensarán bien si quieren hacerse cargo solas de la crianza de un ser humano. Pero a esas mujeres hay que permitirles tomar la decisión de abortar sin que los estigmas las arruinen emocionalmente, lo cual solo será posible con una educación sexual realista, desprovista de moralismo y religiosidad.

La iglesia, por lo menos la católica, debería ocuparse de solucionar los graves problemas que amenazan su existencia en vez de seguir metida sin permiso, como violadores, en el cuerpo de las mujeres. Es necesario que desde la niñez se enseñe a respetar el cuerpo, al punto de no compartirlo con cualquiera. Esto disminuiría la promiscuidad y daría pie a que se asuma cada relación sexual como un acto de enormes consecuencias para la vida y la salud y, por ende, a que se usen métodos de protección, que deben estar al alcance de todos.

El comportamiento sexual de las personas debe ser desprovisto de juicios de valor. En ese sentido, el aborto debe ser enseñado como un mecanismo legal y viable, no obstante ser el menos deseado, para que cada persona pueda desarrollar responsablemente su proyecto de vida y para que cada vida sea valorada en su plena dimensión, y no en la meramente biológica.







lunes, 10 de septiembre de 2018

La misericordia y la justicia de Dios

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La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia infinita, pero también como justicia perfecta. Parecerían dos realidades que se contraponen. Pero no es así, porque la misericordia de Dios es lo que hace que se cumpla la verdadera justicia. La justicia humana solamente limita el mal, no lo vence, no lo hace desaparecer. La justicia divina, en cambio, supera el mal contraponiéndolo al bien.
El camino privilegiado que la Biblia nos señala para alcanzar una auténtica justicia es aquel en el que la víctima, sin recurrir al tribunal, se dirige directamente al culpable, apelando a su conciencia, para que comprenda que está realizando el mal y pueda convertirse. Sólo así, el culpable, reconociendo su culpa, puede abrirse al perdón que la parte ofendida le ofrece.
Esta es la manera de resolver los problemas y contrastes en la familia, entre esposos o entre padres e hijos. El ofendido ama al culpable, no quiere perderlo, sino recuperar la relación desgarrada. Dios actúa con nosotros, pecadores, de la misma manera. Nos ofrece continuamente su perdón, nos ayuda a acogerlo y tomar conciencia de nuestro mal, para poder liberarnos de él y salvarnos, porque no quiere nuestra condenación sino nuestra felicidad eterna.
La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia infinita, pero también como justicia perfecta. ¿Cómo conciliar las dos cosas? ¿Cómo se articula la realidad de la misericordia con las exigencias de la justicia? Podría parecer que son dos realidades que se contradicen; en realidad no es así, porque es precisamente la misericordia de Dios la que lleva a cumplimiento la verdadera justicia. ¿Pero, de qué justicia se trata?
Si pensamos en la administración legal de la justicia, vemos que quien se considera víctima de un abuso se dirige al juez del tribunal y pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que inflige una pena al culpable, según el principio de dar a cada uno lo suyo. Como dice el libro de los Proverbios: «Quien practica la justicia está destinado a la vida, pero quien persigue el mal está destinado a la muerte» (11,19). También Jesús lo menciona en la parábola de la viuda que iba repetidamente al juez y le pedía: «Hazme justicia contra mi adversario» (Lc 18,3). Pero ese camino no lleva aún a la verdadera justicia porque en realidad no vence el mal, sino simplemente lo limita. En cambio, solo respondiendo con el bien es como el mal puede ser verdaderamente vencido.
He aquí, pues, otro modo de hacer justicia que la Biblia nos presenta como senda maestra para recorrer. Se trata de un procedimiento que evita el recurso al tribunal y prevé que la víctima se dirija directamente al culpable para invitarlo a la conversión, ayudándolo a entender que está haciendo mal, apelándose a su conciencia. De este modo, finalmente recapacitando y reconociendo su propio error, podrá abrirse al perdón que la parte lesa le está ofreciendo. Y esto es hermoso: como consecuencia de la persuasión de lo que está mal, el corazón se abre al perdón que se le ofrece. Este es el modo de resolver los contrastes en las familias, en las relaciones entre esposos o entre padre e hijos, donde el ofendido ama al culpable y desea salvar la relación que le une al otro. No cortar esa relación, ese trato.
Ciertamente es un camino difícil. Requiere que quien ha padecido el error esté dispuesto a perdonar y desee la salvación y el bien de quien le ha ofendido. Solo así puede triunfar la justicia, porque si el culpable reconoce el mal que ha hecho y deja de hacerlo, ese mal ya no existe, y el que era injusto se vuelve justo, porque ha sido perdonado y ayudado a volver a la vía del bien. Y ahí está precisamente el perdón, la misericordia.
Así es como Dios actúa con nosotros los pecadores. El Señor continuamente nos ofrece su perdón y nos ayuda a acogerlo y a tomar conciencia de nuestro mal para podernos liberar. Porque Dios no quiere nuestra condena, sino nuestra salvación. ¡Dios no quiere la condena de nadie! Alguno podrá preguntarme: “Pero Padre, ¿la condena de Pilato se la merecía? ¿Dios la quería?” −¡No! Dios quería salvar a Pilato, e incluso a Judas, ¡a todos! El Señor de la misericordia quiere salvar a todos. El problema es dejar que entre en el corazón. Todas las palabras de los profetas son una llamada apasionada y llena de amor que busca nuestra conversión. Mirad lo que dice el Señor por el profeta Ezequiel: «¿Acaso quiero yo la muerte del impío y no más bien que se convierta de su conducta y viva?» (18,23; cfr. 33,11): ¡eso es lo que le gusta a Dios!
Ese es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama y quiere que sus hijos vi-van en el bien y en la justicia y, por eso, que vivan en plenitud y sean felices. Un corazón de Padre que va más allá de nuestro pequeño concepto de justicia para abrirnos a los horizontes ilimitados de su misericordia. Un corazón de Padre que no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas, como dice el Salmo (103,9-10). Y es precisamente un corazón de padre el que nos queremos encontrar cuando vamos al confesionario. A lo mejor nos dice algo para que entendamos mejor el mal, pero en el confesionario todos vamos a encontrar un padre que nos ayude a cambiar de vida; un padre que nos dé la fuerza para seguir adelante; un padre que nos perdone en nombre de Dios. Y por eso, ser confesores es una responsabilidad tan grande, porque aquel hijo, aquella hija, que viene a ti solo busca encontrar un padre. Y tú, cura, que estás en el confesionario, tú estás ahí en el puesto del Padre que hace justicia con su misericordia.

martes, 21 de agosto de 2018

LA FUERZA REVOLUCIONARIA DE LAS BIENAVENTURANZAS

Jesús, Hijo de Dios, ciertamente entiende algo tan humano como el sufrimiento. ¿Acaso no fue víctima de la pasión, un dolor inconmensurable, asumido para nuestra redención? Padeciendo en la cruz, el Señor experimentó el desamparo y la soledad. Desde lo más hondo proclamó: «¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
Otras personas santas, bienaventuradas, han sobrellevado similar desamparo. ¿Quién podría imaginarse que una de las mujeres más admiradas del siglo XX, la Beata Teresa de Calcuta, viviese en la mayor desolación espiritual durante sus años de consagración a los pobres y desheredados? Fue una prolongada noche oscura que se extendió por cinco décadas. Dicho desierto ocurrió tras una serie de experiencias de íntima comunicación con Dios, quien la invitó a consagrarse a los necesitados. Aquella unión mística fue el origen de las Misioneras de la Caridad.
Pero, tras la gracia especial de la locución, sobrevino la nada. Teresa vivió una experiencia de vacío durante la oración, que le hizo escribir a su confesor: «Siento en mi alma solamente el dolor de la pérdida, cómo que Dios no me quisiese, como que Dios no fuese Dios, como que no existiese» ((Ver Mother Teresa: Come be my light, Doubleday, New York 2007, pp. 192-193.)). ¡A los ojos humanos, durísima e incomprensible experiencia!
¿Qué mantuvo a Teresa andando por el mundo, consolando y ayudando a los más pobres de los pobres, y entregándose cotidianamente a la oración silenciosa? El amor, la fe y la esperanza; la memoria de las gracias recibidas; y quizá el anhelo de hallar nuevamente aquella comunicación personal con el Padre amoroso. Cómo los bienaventurados a los que alude Jesús en el Sermón del monte, Teresa no aceptó desesperar. Asumió nuevas maneras de dialogar con Dios: el amor que Teresa dispensaba generosamente a los necesitados, a sus hermanas, a todas las personas, y el amor que recibía de ellos.
bienaventuranzasEl episodio de las Bienaventuranzas, parte esencial del “Sermón de la montaña”, constituye uno de los núcleos fundamentales de los Evangelios. Recoge la dinámica de la vida cristiana, y ciertamente, «la respuesta de Jesús, de Dios mismo, a la cuestión tan humana de la felicidad» ((Servais Pinckaers, En busca de la felicidad, Palabra, S.A., Madrid 1981, p. 8.)).
Las Bienaventuranzas constituyen un ideal elevado y exigente. Quien las practica alcanzará el Reino, la meta más sublime. El Sermón del monte es la primera enseñanza del Señor «sobre las condiciones que han de darse para entrar en el Reino de los Cielos, sobre el Espíritu que debe animar a sus discípulos (…) Un verdadero discurso programático de la vida cristiana» ((Servais Pinckaers, Ob. cit., p. 20.)).
[pullquote]Jesús explica, de manera integral, la senda para alcanzar a Dios y la plena realización. Propone una travesía que empieza a construirse aquí, en la tierra, con las opciones y actitudes asumidas en el día a día, pero que reclaman la acción de la gracia divina para acompañar cada paso. Al abordar el difícil reto de la infelicidad, suscitado por la miseria, la incomprensión y el sufrimiento, el Señor nos presenta un camino realista, posible, alentándonos a contestar a la infelicidad con la confianza, la generosidad y la oblación. Se trata de desterrar el egoísmo presente en todo corazón afectado por las rupturas del pecado.[/pullquote]
Para el P. René Laurentin el Señor Jesús aporta un mensaje revolucionario y consolador, contradiciendo y dando vuelta a los valores del mundo. «No se trata de un desbarajuste violento y político, sino de un cambio, interior, espiritual» ((René Laurentin, Vida auténtica de Jesucristo. Relato, Descée de Brouwer Bilbao, pp. 150-151.)). Es de destacar la palabra “revolución” que es “poner patas arriba las cosas”. Lo que pide el Señor Jesús es «volverse del egoísmo y de la reserva, para volcarse hacia Dios y encontrar en Él la estremecedora fuente de todo lo demás» ((Allí mismo)).
Los beneficiarios de esta revolución son los bienaventurados que confían en Dios. La palabra “bienaventuranza” se deriva de “ventura”, que nombra en castellano a la felicidad. La expresión griega empleada en los Evangelios es “makarioi”, que San Jerónimo tradujo en la Vulgata como “beati”, de allí las “beatitudes”. Cada una asume la forma de sentencias, «un compendio de doctrina destinado a la predicación, a la fijación en la memoria, a la meditación» ((Servais Pinckaers, Ob. cit., p. 17.)). Una manera de comunicación expansiva del mensaje; algo análogo a lo que acontece con las redes sociales de nuestra época.
En el pasaje de las Bienaventuranzas, narrado con detalle por San Mateo y San Lucas, Jesucristo nos desvela su visión acerca de la felicidad ((Mt 5,3-12; Lc 6,20-23)). Constituye un retrato del Señor Jesús: es pobre y manso; es misericordioso; a pesar de que le persiguen es feliz, porque confía en la misión y el amor del Padre, se entrega por entero sin esperar nada a cambio.
El Señor había ascendido a una montaña para orar y confirmar a los doce apóstoles. Se había corrido la voz de su presencia, alcanzando aquel monte gentes de Galilea, del sur de Jerusalén, e, incluso sirofenicios procedentes de Tiro y Sidón, en el Líbano. Quizá se había extendido la noticia de su presencia porque ya había predicado y realizado portentos.
La ubicación precisa del lugar se discute. El exégeta bíblico P. Marie-Joseph Lagrange sostenía que la meseta de Qorum-Hattim, dominada por colinas, pero elevada, y a unos tres kilómetros de Cafarnaún, poseería las condiciones deseadas. Otros han propuesto el monte llamado Um Barakat, “Madre de las Bendiciones”, en la vecindad de la aldea de Tabga.
Hay un detalle que no se le pasa a Mateo: «Abrió su boca y se puso a enseñarles» (Mt 5,2). Para los hebreos, “abrir la boca” significa pronunciarse durante una circunstancia especial. Concretamente, para decir cosas maravillosas, nunca reveladas, y que han permanecido silenciadas.
San Mateo recoge ocho Bienaventuranzas, mientras que San Lucas cuatro, quizás porque sus lectores, principalmente gentiles convertidos, comprendían mejor los preceptos de la caridad, la “nueva ley de la perfección”. Seguramente conocían aquella sentencia de Proverbios: “El que tiene compasión, encontrará misericordia” (Prov 17,5).
Mateo opone las dos doctrinas, en este caso, la caridad sobrepasa a la legalidad de la antigua Ley de Moisés, observada por los hebreos. La dinámica en ambos evangelistas es la presentación de promesas que sucederán: un ofrecimiento de paz y de consuelo justificado por una manera de actuar distinta.
El Señor promete que la alegría por Él portada completará, aquí en la tierra, y más tarde, plenamente en el cielo, el gozo y la felicidad. Se trata de una felicidad «que Dios proporciona a quienes tienen fe en su palabra, en sus promesas, y ponen su ley en práctica: es una alegría hecha por Dios» ((Servais Pinckaers, Ob. cit., p. 35.)).
Pero, como destaca San Juan Crisóstomo, Jesús había abonado el terreno, dándoles la vista a los ciegos, sanando a los tullidos. Sus palabras están acompañadas de obras realizadas. Aquellas insólitas “leyes” proclamadas por Jesús podrían parecer extrañas para los oídos endurecidos de la muchedumbre. Por eso acontecen las acciones buenas, para que “no se le negara fe” ((San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 15.)).
Julián Marías ha destacado un factor crucial. El Señor conecta las Bienaventuranzas con la actitud o conducta en esta vida ((Julián Marías, La Felicidad Humana, Alianza, Madrid 1995, p. 107.)). El Señor invita a sus oyentes a cambiar el modo de entender la existencia, enraizándola en el amor. Constituye una opción personal que supera totalmente el egoísmo. El modelo de felicidad se transforma radicalmente. Con autoridad Jesucristo confronta su sociedad, acostumbrada a considerar vilmente a los desdichados, a los pobres y a los débiles, los “anawin”. En sus palabras, los anawin constituyen la nueva “aristocracia” del Reino de Dios ((El término hebreo usado (anawin) lo mismo puede significar pobre que manso en contraposición entre el rico opresor y el pobre que lleva su suerte con resignación y paz: mansedumbre.)).
El eje de la significación transita radicalmente del placer, del poseer y del poder, a la virtud y la santidad. La justicia de Dios descarta a los poderosos y mezquinos, llamando benditos a los que están en el mundo, pero que son detestados por éste ((El Señor emplea “pobre” con el matiz moral ya perceptible en Sofonías 2, 3. Ver José Salguero, O.P., Vida de Jesús según los Evangelios Sinópticos, EDIBESA, Madrid 2000, p. 114.)).
Meditando sobre el Sermón del monte, San Ambrosio de Milán indicaba que de acuerdo al «Divino juicio, las bendiciones comienzan allí donde la sabiduría humana juzga que corresponde la miseria» ((San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, L. V, n. 53.)). Jesús rompe con esta consideración y anuncia las “ocho paradojas” de los benditos. Hasta aquel momento el mundo había enseñado que la felicidad y la ventura correspondían a los altaneros, a los ricos y poderosos. El Señor, más bien, hace a los humildes partícipes de un don divino.
[pullquote]La primera Bienaventuranza corresponde a los “pobres de espíritu”. Con la pobreza el Señor alude a un sentido auténticamente revolucionario. Se refiere a los carentes y despojados, a los que viven toda forma de privación, sea material o espiritual. Está el pobre que carece de los bienes materiales esenciales. Pero también están los que les falta la salud, los que están abandonados, los presos, los que están esclavizados por sus propios pecados, rencores, errores y frustraciones. Jesús, siendo rico en dones, se anonada, “tomando la forma de siervo”, humillándose, hasta “la muerte de cruz” ((Ver 2 Cor 8, 9; y Fil 2, 6-8.)). De esta forma se solidariza con los pobres de espíritu.[/pullquote]
San Cipriano enseñó que los «pobres serán los elegidos, mientras que los envanecidos serán rechazados» ((San Cipriano, Tratado del Nacimiento de Jesús.)). Habiendo recorrido el camino de la pobreza, Jesucristo le abre al carente una senda de esperanza. La pobreza ya no constituirá un baldón final. Será necesaria la justicia para responder a la gran injusticia de la miseria. Pero la pobreza pone a la persona ante una gran encrucijada: sumirse en la amargura, o responder, buscando la caridad y solidaridad generosa con lo poco que se posee, como lo hizo Jesucristo.
Otra Bienaventuranza se refiere a los que están tristes y serán consolados. San Juan Crisóstomo destaca el cuestionamiento frente «al sentir de la tierra entera: todo el mundo, en efecto, tiene por dignos de envidia a los que viven alegres, y por desgraciados a los que están tristes, a los que son pobres y lloran» ((San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo.)). La revolución ocurre, como destaca San Juan, cuando el Señor declara bienaventurados a los frágiles y los afligidos antes que a los alegres y los que se hartan de bienes y seguridades.
Jesucristo no está resaltando a los que solamente se lamentan. Está lejos de cualquier gemido caprichoso. Constituye algo más profundo, la insatisfacción por la propia naturaleza, por las flaquezas, por las debilidades y miserias. Jesús se refiere particularmente a los que se duelen por sus pecados. San Pablo ilumina este dolor diciendo, «la tristeza de este mundo obra muerte; más la tristeza según Dios obra arrepentimiento para la salvación» (2 Cor 7,10).
San Juan Crisóstomo recoge otro detalle perspicaz. Jesús habla de los que están intensamente tristes. De allí que no dijo: “Bienaventurados los tristes”, sino, “Bienaventurados los que lloran” ((San Juan Crisóstomo, Ob. cit.)). Los abatidos por un dolor justo e intenso no ansían riqueza ni placeres. No ambicionan la gloria. Tampoco se irritan por las injurias. Pues, con mayor razón, los que lloran arrepentidos por sus pecados muestran gran sabiduría. ¿Qué premio les promete el Señor? El perdón y el consuelo.
La garantía del bienaventurado es el mismo Señor Jesús. El habla con el corazón en la mano y con la firme conciencia del dolor expectante. La paradoja de la condición cristiana es que “aquí abajo”, la alegría del Reino, hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y la resurrección del Señor. El dolor presente y futuro de Jesús esclarece singularmente la condición humana. Ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria ((Ver S.S. Pablo VI, Gaudete in Domino, n. 3.)).
La persona sometida a las dificultades de la existencia tiene la garantía del mismo Señor de que no va a quedarse reducida a caminar a tientas. El Profeta anuncia: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Habitaban tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9, 1-2). El Señor Jesús sabe que tendrá que sobrellevar el dolor para transfigurar las penas de la humanidad. Para que de Su victoria surja la plenitud de la alegría.
Bajo esta perspectiva misteriosa, el Señor nos enseña «que realmente no nos hace bienaventurados el llanto, sino el amor que Dios nos tiene» ((San Juan Crisóstomo, Tratado del Nacimiento de Jesús)). Amor que se transforma en algo dinámico, que podemos practicar: la misericordia. De allí que Jesús ensalce a los misericordiosos. Los que practican la misericordia, como lo hace el Señor, conforman el rostro más auténtico del amor. Quizá sea ésta una de las más significativas síntesis de las Bienaventuranzas.
© 2016 – Alfredo Garland Barrón para el Centro de Estudios Católicos – CEC

jueves, 9 de agosto de 2018

Las bienaventuranzas como camino hacia la perfección humana, cultural y moral.


LAS BIENAVENTURANZAS COMO CAMINO HACIA LA PERFECCIÓN MORAL

Con el Sermón de la Montaña. Jesús nos enseña cual es el camino de perfección, el camino hacia la santidad a la que todos hemos sido llamados sin excepción, y así El Señor nos lo dice: " Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto " (Mt 5,48 ) Con el Sermón de la Montaña, Jesús no cambia los principios de la Ley establecida por Dios en el Monte Sinaí, cuando le entregara las Tablas a Moisés, al contrario, da toda su plenitud a los Mandamientos, a la vez que los explica y los pone en práctica para enseñarnos a nosotros como hemos de hacerlo.

Con el Sermón de la Montaña el Señor " no promete la salvación a unas clases determinadas de personas, sino a todos aquellos que alcancen las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige " y que quedan expresadas en las Bienaventuranzas. El Concilio de Trento nos recuerda que Jesucristo " fue dado a los hombres no sólo como Redentor en quien confíen, sino también como Legislador a quien obedezcan " Jesús es verdadero Dios y Verdadero Hombre, y hemos de seguir sus enseñanzas a la vez que procuramos poner nuestro pie sobre su huella, teniendo así la seguridad de que El jamás nos va a pedir imposibles y que El jamás nos abandonará en la lucha cotidiana por alcanzar la santidad a la que hemos sido llamados desde el Bautismo. No es fácil, cierto, pero tampoco es imposible. La Iglesia está rodeada de ejemplos que nos han dejado esa huella a seguir y de ejemplos vivos actuales, que nos enseñan que todos podemos cumplir con los Mandamientos del Señor.
Estas enseñanzas de Jesús permanecen hoy en toda su plenitud; sin cambios, sin acomodaciones a situaciones, sin giros, como puede girar en un momento dato la forma de ser y de pensar de una sociedad; es decir, la Palabra de Dios es inmutable, no se somete a los cambios de los tiempos: el pecado es el mismo ayer que hoy y que lo será mañana.
Jesús quiere que todos se salven y por tanto habla para todos y nosotros que hemos tenido la infinita dicha de ser agraciados por la Fe, nos encontramos ante la tremenda responsabilidad de colaborar con Jesús y con María, Corredentora con su Hijo, para extender el Reino de Dios a todos los hombres. Jesús nos deja el camino marcado en lo que se llaman las Bienaventuranzas, que como nos dice el Catecismo “dibujan el rostro de Jesús y describen su caridad”.

BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE DIOS. 

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN PORQUE ELLOS SERAN CONSOLADOS.


BIENAVENTURADOS LOS MANSOS PORQUE ELLOS HEREDARAN LA TIERRA.

BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA PORQUE ELLOS SERÁN SACIADOS. 

BIENAVENTURADOS LOS PACIFICOS PORQUE ELLOS SERAN LLAMADOS HIJOS DE DIOS. 

BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS PORQUE ELLOS ALCANZARAN MISERICORDIA.

BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZON PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS.


BIENAVENTURADOS LOS QUE PADECEN PERSECUCIÓN POR LA JUSTICIA, PORQUE DE ELLOS SERA EL REINO DE DIOS. 

BIENAVENTURADOS SEREIS CUANDO OS INJURIEN OS PERSIGAN Y OS CALUMNIEN DE CUALQUIER MODO POR MI CAUSA, ALEGRAOS Y REGOCIJAOS PORQUE VUESTRA RECOMPENSA SERA GRANDE EN EL CIELO: DE LA MISMA MANERA PERSIGUIERON A LOS PROFETAS QUE OS PRECEDIERON.

lunes, 30 de julio de 2018

La enseñanza de Jesús sobre el decálogo y el mandamiento del amor

El nuevo mandamiento: ¿por qué Jesús lo estableció?

Jesús les dio a sus discípulos un “nuevo mandamiento”. ¿Qué aspecto de éste era nuevo? ¿Ha reemplazado los otros Diez Mandamientos de Dios?

El nuevo mandamiento: ¿por qué Jesús lo estableció?

Jesucristo usó la expresión hijitos míos para referirse amorosamente a sus discípulos, mientras los preparaba para su inminente partida.
Era consciente de que su obra en la Tierra estaba llegando rápidamente a su fin. Estaba muy consciente de su sufrimiento, muerte y resurrección inminentes, y su eventual partida a su Padre en los cielos. Su afecto por ellos es claro en los siguientes versículos, que también utilizó para enseñarles a ellos —y a su Iglesia en todas sus épocas— una lección del amor cristiano.
“Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13: 33-34).

¿Qué fue lo nuevo?

El hecho es que el mandamiento “Que os améis unos a otros” no era nada nuevo en la época del Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento usa palabras similares en el mandamiento “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Éste era un antiguo mandamiento incluso en los tiempos de Jesucristo. Dice: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo el Eterno” (Levítico 19:18).
En el nuevo mandamiento de Cristo, las palabras importantes son “como yo os he amado”. El mandamiento de Cristo de amar “como yo os he amado” es el “nuevo mandamiento”. Esta profundidad en el amor lleva al cristiano a una nueva forma de expresar su amor por otros. El amor que Cristo tuvo y sigue teniendo por sus hermanos es mucho más profundo que el amor expresado en “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Cuando los cristianos expresan amor hacia los demás, no debe ser sólo como nos amamos a nosotros mismos, sino como Cristo nos ama.
Poniendo en práctica su forma de amarnos “como yo os he amado”, Jesucristo voluntariamente pagó el precio por nuestros pecados. Como nos explica, “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). El gran costo de nuestro pecado fue su sufrimiento, la tortura y su horrible muerte. Ese es un amor de auto-sacrificio que manifestó por toda la humanidad. Sin ese amor, no tendríamos ninguna esperanza y ninguna oportunidad de vivir para siempre.
Ésa es la clase de amor que Cristo tiene por su Iglesia y, por medio de su nuevo mandamiento, es el amor que Él espera que tengamos los cristianos. Por su amor por nosotros sufrió y murió para que pudiéramos, como Él, ser resucitados y vivir por toda la eternidad. Fue el pionero de nuestra salvación.

¿Los mandamientos de Dios fueron reemplazados?

Sin embargo, existe una controversia generalizada dentro del cristianismo tradicional en torno a la escritura de Juan 13:33-34, dicen que ahí Cristo determinó que no era necesario seguir guardando los Diez Mandamientos. El argumento es que Él estaba reemplazando los Diez Mandamientos con su nuevo mandamiento, porque los Diez Mandamientos eran demasiado gravosos para los cristianos. Entonces lo que deberían hacer todos los cristianos de ahí en adelante sería “que os améis unos a otros” (v. 34).
El nuevo mandamiento de Jesús no contradice ni reemplaza los Diez Mandamientos; sólo magnifica y muestra la profundidad espiritual y el propósito de la ley de Dios. Pero esta interpretación no puede ser correcta, ya que contradice declaraciones tan claras como ésta: “Pues este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5: 3).

¿Es lógico este reclamo?

Creer que los Diez Mandamientos fueron abolidos sólo porque se dio uno nuevo, es como pensar que un país debe deshacerse de todas sus leyes más antiguas cada vez que se establece una nueva ley. O como si los padres repudiaran a todos sus hijos mayores simplemente porque tienen un nuevo bebé. Eso no es lógico o necesario. Entonces, ¿por qué un nuevo mandamiento reemplazaría los Diez Mandamientos que nuestro Creador nos dio para nuestro bien? (Deuteronomio 10:13).
Como hemos visto antes, el “nuevo mandamiento” hizo reemplazar a los cristianos el concepto de “ama a tu prójimo como a ti mismo” (que no era uno de los Diez Mandamientos de todos modos) por el mandamiento aún más difícil de amar “como yo os he amado”.
El nuevo mandamiento de Jesús no contradice o reemplaza los Diez Mandamientos; sólo magnifica y muestra la profundidad espiritual y el propósito de la ley de Dios.
Pocos pondrían en duda la validez de los mandamientos contra el asesinato, el robo y la mentira, por ejemplo. Sin embargo, algunas denominaciones afirman que los Diez Mandamientos están “clavados en la cruz” para apoyar el rechazo de la corriente principal del cristianismo del sábado semanal, el cuarto mandamiento. (Ver más acerca de esto en nuestro folleto gratuito El sábado: un regalo de Dios que hemos descuidado.)

Cristo le reafirmó los Diez Mandamientos al joven rico

En el Nuevo Testamento leemos acerca de un joven rico que vino a Jesús preguntándole cómo podría obtener la vida eterna. “Entonces vino uno y le dijo: Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mateo 19: 16-17).
Si Jesucristo vino para desechar los Diez Mandamientos y adoptar uno nuevo en su lugar, entonces estos versículos serían una de las muchas oportunidades que tendría para decirlo. Pero Él no dijo eso. De hecho, Él dijo exactamente lo contrario: “Si quieres entrar en la vida [eterna], guarda los mandamientos”.
El pueblo de Dios siempre ha guardado y seguirá guardando los mandamientos (Apocalipsis 12:17; 22:14). Además, desde la época de Jesucristo se nos ha enseñado el nuevo mandamiento, para lograr el propósito espiritual de su ley amando a los demás así como Él nos ama.